Un domingo de diciembre, como Madre mía te me apareciste,
y en mi estúpida ignorancia no pude reconocerte.
El haberte confundido, solo confundido me quedé pelado,
imaginando tu rostro imitado en otra persona.
Y la idealicé, tanto la pensé, tanto la quise,
que en mi profunda tempestad volviste a rescatarme
después de haberme tropezado en un camino de pimienta y mucha gasolina
y después de clamarte santa Trinidad apareciste.
Y me hiciste de nuevo,
sí que lo hiciste que de un parpadeo me enseñaste
que de quien me había enamorado era de ti, santa Madre mía,
María, luz de mi vida.
Hay cosas con las que no se juega
hay juegos que no se juegan
hay marcadores que no se cuentan
hay historias que no se olvidan.
Gracias a tu Gracia que inundaste de fe mi agonía
Trinidad dulce y bella Trinidad
me viste desnudo y sin lapidarme me cobijaste
me entendiste y me fuiste curando
Me hiciste de nuevo.
En medio de reflexiones y tantas meditaciones me he enamorado
enamorado de ti, santa y eterna vida
y veo en la tierna mirada de toda mujer
y en cada una estás tú, Madre de mi vida.
Hay cosas con las que no se juega
hay juegos que no se juegan
hay marcadores que no se cuentan
hay historias que no se olvidan.
Madre amada, mi eterna compañía
enamorado de ti me encuentro,
viendo la ternura en cada mirada
y revivo aquel recuerdo de un domingo.
Madre, mujer perfecta de quien al fin de la vida me he enamorado
pues me enseñaste
a doblar las rodillas de mi rígido corazón.
Que si no te hubiese perdido, jamás te habría encontrado,
aunque pensándolo bien, quien me encontró fuiste tú amada Madre de mi vida.
Virgen María,
y si algún día pienso que no fuiste tú quien se me reveló aquella noche de domingo,
diré a mis pensamientos que me equivoqué de noche
y no de María.